Texto: Jésica Escudero*
Imagen: José Guadalupe Posada
Como cada vez que se aproxima noviembre, los mexicanos nos preparamos para celebrar el Día de los Muertos, tradición indígena propia de los Mayas, Aztecas y Purépechas.
Michoacán es famosa por sus espectaculares celebraciones y rituales en estas fechas.
Las danzas, los altares, las ofrendas, los versos a La Catrina. Aquí la muerte tiene vida.
Pese a esto yo nunca hice más que observar, no participaba. Simplemente, no entendía ni veía los motivos para celebrar. Mi mundo giraba en torno a lo único que sabía hacer: pelear, aunque saliera lastimado; de hecho, ahora que lo pienso, muy lastimado. Y esto de pensar es algo nuevo para mí. Cuando pude entender, descubrí que lo hacía para darle el gusto a él.
Desde que nos conocimos no hizo más que estar pendiente de mí. Si comía, si tenía sed, frío, ahí estaba. Ni hablar si me enfermaba.
A él le encantaba verme pelear; cosa que no comprendía. ¿Por qué lo haría tan feliz verme pelear? Yo salía muy mal herido. Pero no me interesaba fijarme en eso, total el dolor duraba solo un tiempo, pero en cambio su felicidad en cada pelea era única. Me daba gusto poder hacer algo por quien tanto me protegía.
El Día de los Muertos le fascinaba; pero le gustaba porque veía en los rituales el momento perfecto para asustar a quienes, en el cementerio, esperaban la llegada de sus difuntos. Yo lo acompañaba pero nunca participé, solo observaba.
Era primero de noviembre, el día que vuelven las almas de los niños, porque el dos vuelven las de los adultos.
Nosotros estábamos en el cementerio mirando escondidos cómo todos los que llegaban armaban altares en las tumbas: calaveras hechas con comida, fotos, espejos, agua, tequila, flores, velas de todos colores, papel picado, varas de tejote repletas de espinas, platillos deliciosos, frutas, cigarrillos, café.
Ya eran cerca de las doce. Recuerdo que en ese momento yo llevaba puesto un collar negro con puntas brillantes que él me había regalado luego de ganar una pelea por la que quedé inmóvil casi un mes.
Poco a poco fueron encendiendo las velas, faltaban segundos, segundos para que él, entre gritos y petardos difundiera el pánico en las personas que con ansias ahí esperaban.
Se hicieron las doce. Él con un gesto me indicó que no me moviera. Se levantó, agarró los petardos y los fósforos. En ese momento una luz incandescente me dejó ciego impidiéndome ver, sólo escuchaba la música, cantos y versos de quienes parecían estar celebrando. La luz se apagó, abrí mis ojos y miré a mi alrededor… todo era muy distinto… tenía mucho frío, estaba confundido, escuchaba poco y un fuerte mareo me hizo caer. Intenté sostenerme pero no lo logré.
Ya en el piso busqué por todos lados a mi amigo, pero lo único que vi fue a un pobre perro con horribles cicatrices que me miraba aterrorizado. Un perro con un collar, uno negro con puntas brillantes.
Me incorporé con dificultad. Todo era tan distinto…
Fue entonces que noté que sostenía algo. En una de mis manos tenía petardos y en la otra, en la otra, una caja de fósforos.
*Jésica Escudero es estudiante del Profesorado en Lengua y Literatura que se cursa en el Instituto de Educación Superior de Formación Docente y Técnica Nº 9-002 “Tomás Godoy Cruz”.
Muy bueno el cuento.
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Excelente !!
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Un cuento en el que se evidencia la investigación y realidad de la cultura mexicana, muy bueno👍
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Muy buen relato me transportó a un lugar y una época donde las fiestas más coloridas y con significaciones más oscuras son las que se viven con alegría…espero que el Instituto siga fomentando estas actividades en las que sus estudiantes (por no llamar alumno ya que tienen mucha luz) muestren sus talentos, conocimientos, dedicación y pasión
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